miércoles, 7 de octubre de 2020

PALCOS A LA ESPERANZA

El texto ha sido recientemente publicado en la revista digital, dirigida por Fernando Bellón, PERINQUIETS.

 http://perinquiets.com/palcos-a-la-esperanza/


Erase una vez, un invisible invasor que se apoderó de gran parte del mundo.

Un mundo que se consideraba infeliz, pese a tenerlo todo.

Un mundo incapaz de ponerse de acuerdo en lo más nimio, plagado de desigualdades sociales y económicas.

Un mundo de egoísmo y envidias. Irreverente y despiadado ante la naturaleza y sus gentes menos favorecidas.

Un mundo en el que la normalidad, se había convertido en el problema.

Erase una vez, a principios del año 2020, un mundo obligado por el COVID19, a vivir confinado en casa.

El “Quédate en casa”, fue el leimotiv con el que se conminó a la ciudadanía a recluirse en sus domicilios. La grave situación, a fin de frenar cuanto antes el número de infectados, así lo requería.

Fue entonces cuando los balcones, grandes o pequeños, las terrazas, las ventanas, se convirtieron en un hermoso tragaluz al mundo exterior. Un escaparate al que asomarse y comprobar, cada vez más, que los vecinos que apenas antes si veías hacían lo propio. En ese momento, aquellos que antes fueron los vecinos de arriba, los de abajo, los de al lado o los del frente, adquirieron rasgos e incluso nombre.

Mi balcón es pequeño, apenas caben en él una mesita plegable y un par de sillas, eso sí para ello he de prescindir de los hilos de tender; o tiendo o me siento y observo el mundo que alcanzo desde mi propia atalaya. La poca vida que se sigue sucediendo, como ya he dicho, transcurre de puertas para adentro. Y así ha de ser en estos momentos de confinamiento. Es más, cuando veo circular a algún viandante por la calle, que ni pasea perro ni va cargado con bolsas de compra, actividades que aún están permitidas, me siento frustrada. Es cierto, que es más la gente que cumple las normas, pero siempre hay quienes desoyen la razón y sin ningún remordimiento siguen haciendo su santa voluntad, siendo incapaces de querer comprender el mal que se causan a sí mismos y a los demás.

Al principio, la gente simplemente se asomaba y aplaudía pero, ese hecho, al convertirse en cotidiano, pronto animó a realizar alguna otra actividad, además de los citados aplausos, que se seguían sucediendo día tras día. Sorprendentemente, el 15 de marzo, el día en que hubiese sido oficial la Plantà de las Fallas en Valencia, uno de mis vecinos, al que ni siquiera había visto por el barrio, con un equipo que reproducía la música instrumental del himno de Valencia y, micrófono en mano,  comenzó a cantarlo. Su voz, armoniosa y potente, junto con la bella melodía, se esparció como un regalo. La gente embelesada escuchó con evidente satisfacción aquel himno que cantaba no sólo a la ciudad, sino a la luz y a la alegría de vivir, ahora recluida. Hasta la última nota, un nudo se instaló en mi garganta, hasta que pudo romperlo el agradecido y estruendoso aplauso que se le dedicó al inesperado y genial intérprete.

En los siguientes días, los balcones y ventanas se vieron convertidos en improvisados escenarios, y otros vecinos se decidieron a mostrar diferentes habilidades. Una chica joven nos deleitó con una pieza de ópera bastante bien interpretada, otro vecino ayudado de diversos inventos nos ofreció una particular mascletà. En otra ocasión, alguien hizo sonar el tema festivo “El fallero”…

Aquellos hechos me animaron a hacer realidad una idea que me rondaba por la cabeza y, decidí montar mi propia Falla. La víspera del día grande de la Fiesta, el 19 de marzo, armada de papel, cartulina, lápices de colores, pegamento y tijeras, me enfrasqué en la tarea de construir mi propio monumento fallero. Bueno en este caso, y dadas la reducidas dimensiones del mentado balcón, el resultado fue una pequeña maqueta de apenas treinta centímetros de altura y otros tantos de perímetro. El lema, por supuesto, Queda’t en casa (Quédate en casa). Las escenas, con sus ninots, mostraban la absurda forma de acaparar papel higiénico, la importancia de seguir reciclando, la recomendación y la importancia de que los niños recuperasen la lectura, la advertencia de que las personas más vulnerables no debían salir a la calle, la esperanza de que, a no tardar, el mundo científico encontraría la vacuna para combatir al COVID19. Todos ellos temas de la más rabiosa actualidad.

Así pues, el día de San José, tras los puntuales aplausos de agradecimiento, planté mi modesta falla en el balcón. Apenas si podían verla los vecinos más cercanos, pero eso carecía de toda importancia. Para mí, el hecho de no dejar pasar este último día festivo sin su hecho más característico, la Cremà, estaba fuera de toda discusión. A las once de la noche, dispuse unas velas encendidas alrededor de la pequeña maqueta y, mediante un amplificador, reproduje el Himno, esta vez cantando por el afamado cantante, Francisco. La gente, al escucharlo, comenzó a asomarse a sus particulares localidades y yo, procedí a prender fuego. Un impertinente vientecillo hizo su aparición amenazando con frustrar mi quehacer, pero, no lo logró. Una vez la cartulina fue presa de las llamas, y cuando el himno ya alcanzaba su ecuador, nada pudo hacer. Mi recuerdo voló en esos momentos hasta el año 2010, año en el que fui Fallera Mayor de una Comisión del barrio de Russafa. Las risas, los deseos, las lágrimas al ver sucumbir el menudo monumento fallero, al igual que las que me embargaron ese añorado y feliz año, se fundieron con el presente. La Cremà era a pequeña escala, sí, pero resultó ser igual de emotiva. El fuego devoró aquellos “ninots” de cuerpo de papel y, en pocos minutos, el remate del amenazador Coronavirus ardió sin contemplaciones, hasta convertirse en una amalgama informe, de la que tan sólo quedaron cenizas.

Al calcinar mí Falla entre las llamas purificadoras, fue mi deseo quemar simbólicamente todo lo malo que nos asediaba y, que de aquel montón de cenizas y desde los balcones y ventanas, palcos abiertos a la esperanza, renaciera el anhelo de recuperar lo mejor de la Humanidad y, esta vez sí, ser capaces de tejer un futuro donde preservar lo más preciado, la VIDA.